LA SALVACIÓN ES DE JEHOVÁ
NO. 131
UN SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 10 DE MAYO, 1857
POR CHARLES HADDON SPURGEON
“LA SALVACIÓN ES DE JEHOVÁ.”
JONÁS 2: 9.
Jonás aprendió este enunciado de buena teología en un extraño colegio. Lo aprendió en el vientre de la ballena, en los abismos de la tierra, cuando tenía unas algas enrolladas en su cabeza, y suponía que las rejas del orbe terráqueo lo habían encerrado para siempre. La mayoría de las grandes verdades de Dios deben ser aprendidas en medio de la tribulación. Deben ser grabadas en nosotros con fuego, con el hierro candente de la aflicción, pues de lo contrario no contarán con nuestra aceptación. Nadie es competente para juzgar en lo relativo al Reino, mientras no haya sido probado antes, pues hay muchas cosas que deben aprenderse en las honduras, que no podríamos conocer en las alturas. Descubrimos muchos secretos en las cuevas del océano, que, si nos hubiésemos remontado al cielo, no habríamos podido conocer. El predicador que cubre mejor las necesidades del pueblo de Dios, es aquel que ha sufrido en carne propia esas necesidades; el que ha necesitado consuelo, podrá consolar mejor al Israel de Dios; el que ha sentido su propia necesidad de salvación, predica mejor sobre ese tema. Jonás, cuando fue liberado de su grave peligro, cuando por el mandato de Dios, el pez abandonó obedientemente las grandes profundidades y entregó su carga en la costa, fue capaz de juzgar entonces; y este fue el resultado de su experiencia en medio de la aflicción: “La salvación es de Jehová.”
Debemos entender aquí que la salvación no es simplemente la salvación especial de la muerte que Jonás experimentó, pues, de acuerdo con el doctor Gill, hay algo muy especial en el texto original, puesto que la palabra salvación tiene una letra más de las que usualmente tiene, cuando se refiere únicamente a alguna liberación temporal. Por tanto sólo la podemos entender aquí como refiriéndose a la grandiosa obra de la salvación del alma, que permanece para siempre.
Voy a tratar de exponer, de la mejor manera posible, que “la salvación es de Jehová.” Primero, me esforzaré por explicar la doctrina; luego, procuraré mostrarlescómo Dios nos ha protegido de cometer errores, y nos ha cercado para conducirnos a creer en el Evangelio; luego, voy a reflexionar acerca de la influencia de esta verdad en los hombres; y voy a concluir mostrándoles lo opuesto de esta doctrina. Puesto que toda verdad tiene su reverso, esta también lo tiene.
I. Entonces, para comenzar, primero EXPLICAREMOS ESTA DOCTRINA: la doctrina que la salvación es de Jehová, o del Señor. Debemos entender que la obra entera por la cual los hombres son salvados de su estado natural de pecado y de ruina, y son transportados al reino de Dios y hechos herederos de la felicidad eterna, es de Dios, y únicamente de Él. “La salvación es de Jehová.”
Entonces, damos inicio comentando que el plan de salvación es enteramente de Dios. Ningún intelecto humano, ninguna inteligencia creada, ayudaron a Dios en la planeación de la salvación. Él concibió el plan, y Él también lo implementó. El plan de salvación fue trazado desde antes de la existencia de los ángeles. Antes de que la estrella matutina proyectara su rayo iluminando las tinieblas; cuando todavía el éter incólume no había sido sacudido por las alas del serafín; cuando la solemnidad del silencio no había sido turbada por el canto del ángel, Dios ya había establecido el plan para salvar al hombre, pues sabía por anticipado que caería. Él no creó a los ángeles para asesorarse con ellos; no, lo hizo por Sí mismo. Podríamos preguntar: “¿A quién pidió opinión para ser aconsejado cuando planeó la grandiosa arquitectura del templo de la misericordia? ¿A quién le pidió consejo cuando cavó los abismos del amor, para que de ellos brotaran los manantiales de la salvación? ¿Quién le fortaleció las manos? Nadie. Él mismo lo hizo todo solo. De hecho, si los ángeles hubiesen existido, no habrían podido ayudar a Dios, pues puedo suponer muy bien que si se hubiese convocado un solemne cónclave de esos espíritus, y si Dios les hubiera comentado: “El hombre se rebelará; yo declaro que lo castigaré; mi justicia, inflexible y severa, exige que lo haga; sin embargo, me propongo tener misericordia. Si les hubiera preguntado a los escuadrones celestiales de seres poderosos: “¿cómo puede lograrse esto? ¿Cómo puede la justicia ver cumplidas sus demandas y cómo puede reinar la misericordia?” Los ángeles habrían guardado silencio hasta ahora; no habrían podido concebir un plan; el intelecto angélico habría sido incapaz de idear el medio por el cual la justicia y la paz se pudieran encontrar, y el juicio y la misericordia se pudieran besar. Dios lo concibió, pues sin Dios no podría haberse concebido. Es un plan demasiado espléndido para ser el producto de cualquier mente, excepto de esa mente que después lo implementó. “La salvación” que es más antigua que la creación, es “de Jehová”.
Y así como es de Jehová en su planeación, así es de Jehová en su ejecución. Nadie ha ayudado a proporcionar la salvación; Dios lo ha hecho todo Él mismo. El banquete de la misericordia es servido por un único anfitrión, a quien pertenecen los millares de animales en los collados. Pero nadie ha suministrado platillos exquisitos para ese banquete real; Él lo ha preparado solo todo. La bañera real de misericordia, en la que las almas negras son bañadas, fue llenada con la sangre de las venas de Jesús; nadie más proporcionó ni una sola gota. Él murió en la cruz, y como sacrificio expiatorio murió solo. No se mezcló con ese torrente la sangre de ningún mártir. No entró en el río de la expiación la sangre de nobles confesores ni de héroes de la cruz. Fue llenado por la venas de Cristo, y nadie más participó. Él lo ha hecho enteramente todo. La expiación es la obra de Jesús, sin ayuda de nadie más. En esa cruz veo al hombre que “pisó Él solo el lagar.” En aquel huerto veo al conquistador solitario, que vino a combatir sin ayuda, cuyo propio brazo trajo la salvación, y cuya omnipotencia le sostuvo. “La salvación es de Jehová,” en cuanto a sus provisiones; Jehová: (Padre, Hijo y Espíritu), lo ha provisto todo.
Hasta aquí todos estamos de acuerdo; pero ahora tendremos que debatir un poco. “La salvación es de Jehová,” en su aplicación. “No,” comenta el arminiano, “no lo es. La salvación es de Jehová, en la medida que hace todo lo que puede hacer por el hombre. Pero hay algo que el hombre debe hacer, y si no lo hace, perecerá.” Ese es el camino arminiano de la salvación. Ahora, la semana pasada, me acordé de la teoría arminiana de la salvación, cuando estuve junto a esa famosa ventana del Castillo de Carisbrooke, por la que el rey Carlos, de infeliz e impía memoria, intentó escapar. Leí en la guía de turistas que todo estaba preparado para su escape; sus seguidores tenían dispuestos los medios al pie de la muralla que le permitirían huir a través del país, y en la costa tenían las naves listas que lo llevarían a otras tierras. De hecho, todo estaba planeado para su escape. Pero al rey le tocaba la tarea más importante. Sus amigos habían hecho todo lo que les correspondía. El rey tenía que hacer el resto. Pero lo que le correspondía hacer al rey, fue precisamente el punto crítico de la batalla. Él debía escapar por la ventana, pero no pudo salir por ella de ninguna manera, por lo que todo lo que sus amigos habían hecho por él, no sirvió de nada para liberarlo.
Lo mismo sucede con el pecador. Si Dios ha dispuesto todos los medios de escape, pero sólo requiriera que saliera de su calabozo, permanecería allí por toda la eternidad. Qué, ¿acaso el pecador no está muerto en el pecado, por naturaleza? Y si Dios requiriera que se reviva a sí mismo, para luego, posteriormente, que Él hiciera todo lo demás, entonces, de verdad, amigos míos, no estaríamos tan agradecidos con Dios como lo hubiéramos pensado; pues si Dios requiriera tanto de nosotros, y pudiéramos hacerlo, podríamos hacer también el resto sin Su ayuda. Los católicos romanos cuentan un extraordinario milagro inventado por ellos acerca de San Dionisio, de quien narra la falsa leyenda que cuando le fue arrancada su cabeza, la tomó en sus manos y caminó con ella dos mil seiscientos kilómetros; acerca de lo cual dijo algún ingenioso: “en cuanto a los dos mil seiscientos kilómetros, eso no tiene ninguna importancia; la verdadera dificultad radica en el primer paso.”
Así, yo creo que si el primer paso es dado, todo el resto puede ser llevado a cabo con facilidad. Y si Dios requiere del pecador, muerto en el pecado, que dé el primer paso, entonces estaría requiriendo precisamente eso que haría que la salvación fuera tan imposible bajo el Evangelio como siempre lo fue bajo la ley, viendo que el hombre es incapaz tanto de creer como de obedecer, y que no tiene ningún poder para venir a Cristo como tampoco lo tiene para ir al cielo sin Cristo. El poder le debe ser dado por el Espíritu. Él está muerto en sus pecados; el Espíritu debe revivirlo. Está atado de pies y manos y encadenado por la transgresión. El Espíritu debe cortar sus ataduras, y entonces podrá saltar a la libertad. Dios debe venir y arrancar las barras de hierro de sus bases, y entonces podrá escapar por la ventana, y tener éxito en su salida posteriormente; pero a menos que hagan por él la primera parte, perecerá tan ciertamente bajo el Evangelio como habría perecido bajo la ley.
Yo dejaría de predicar si creyera que Dios, para la salvación, requiriera alguna cosa del hombre que Él mismo no se hubiera comprometido a suministrar. Porque ¿cuántos de los peores individuos están con frecuencia pendientes de mis labios, hombres cuyas vidas se han vuelto tan horriblemente malas, que el labio de la moralidad se rehusaría a hacer una descripción de su carácter? Cuando subo a mi púlpito ¿debo creer que estos hombres tienen que hacer algo antes de que el Espíritu de Dios obre en ellos? Si así fuera, subiría con un corazón pusilánime, convencido que no podría inducirlos nunca a completar esa primera parte. Pero ahora me acerco a mi púlpito con plena confianza: Dios el Espíritu Santo se encontrará con ellos el día de hoy. Son lo peor que pueden ser; pero Él pondrá un pensamiento nuevo en sus corazones. Les dará nuevos deseos, les dará nuevas voluntades, y aquellos que odiaban a Cristo, desearán amarle ahora; aquellos que una vez amaron al pecado, por medio del Espíritu divino de Dios, serán conducidos a odiarlo; y en esto radica mi confianza, que lo que ellos no pueden hacer, en razón de que son débiles en la carne, Dios, enviando Su Espíritu a sus corazones, lo hará por ellos, y en ellos, y así serán salvados.
Bien, dirá alguien: entonces eso hará que la gente se quede tranquila y se cruce de brazos. No, amigo, no sucederá así. Pero si lo hicieran, yo no podría evitarlo; mi oficio, como lo he dicho a menudo en este lugar, no es demostrarles la racionalidad de cualquier verdad, ni defender cualquier verdad de sus consecuencias; todo lo que hago aquí (y pretendo seguir haciéndolo), es expresar cada verdad que se encuentra en la Biblia; entonces, si no les gusta, deben dirimir la contienda con mi Señor, y si no la consideran razonable, deben debatir con la Biblia. Que otros defiendan la Escritura y demuestren que dice la verdad; ellos pueden realizar su trabajo mejor que yo lo haría. Lo mío es un simple oficio de proclamación. Yo soy el mensajero. Yo anuncio el mensaje del Señor; si no les gusta el mensaje, debatan con la Biblia, no conmigo. Mientras yo tenga a la Escritura de mi lado, tendré el valor de desafiarlos a que hagan cualquier cosa en mi contra. “La salvación es de Jehová.”
El Señor tiene que aplicarla, tiene que hacer querer a quien no quiere, tiene que hacer piadoso al impío, y conducir al rebelde depravado a los pies de Jesús, o de lo contrario, la salvación no será obtenida nunca. Si ese requisito no se cumple, se habría quebrado el eslabón de la cadena, el eslabón preciso que era absolutamente imprescindible para su integridad. Supriman el hecho de que Dios comienza la buena obra, y que nos envía lo que los viejos teólogos llaman la gracia que previene, supriman eso, y habrán echado a perder toda la salvación; habrían quitado la piedra angular del arco, que se derrumbaría por esa causa. Entonces no quedaría nada.
Y ahora, en el siguiente punto, vamos a tener desacuerdos otra vez. “La salvación es de Jehová,” en cuanto a la sustentación de la obra en el corazón del hombre. Cuando un hombre es convertido en un hijo de Dios, no tiene una provisión de gracia que le sea suministrada para que continúe para siempre, sino que tiene gracia para ese día; y debe recibir gracia para el día siguiente, y para el otro día, y para el otro, hasta el fin de los días, pues de lo contrario el comienzo no habría servido de nada. De la misma manera que el hombre no puede revivirse a sí mismo, tampoco puede mantenerse con vida solo. Puede alimentarse con alimento espiritual, y así preservar su fortaleza espiritual; puede caminar en los mandamientos del Señor, y así gozar de reposo y paz, pero todavía la vida interior depende del Espíritu, tanto para su existencia posterior como para su nacimiento. Yo en verdad creo que si alguna vez es mi porción poner el pie en el umbral de oro del paraíso, y apoyar este pulgar sobre la aldaba de perla, no podría nunca atravesar el umbral a menos que recibiera gracia para dar el último paso para poder entrar al cielo. Ningún hombre, aunque sea convertido, tendría por sí mismo algún poder, excepto ese poder que es infundido en él por el Espíritu diariamente, constantemente y perpetuamente. Pero los cristianos se consideran caballeros independientes; reciben en su mano una pequeña provisión de gracia, y dicen: “mi monte permanece firme, nunca seré conmovido.” ¡Ah!, pero no pasa mucho tiempo antes que el maná comience a pudrirse. Estaba destinado únicamente a ser el maná para el día y lo hemos almacenado para el día siguiente, y entonces se descompone. Debemos recibir gracia fresca.
“Pues día a día el maná caía, Oh, que aprendamos bien esa lección.”
Así que busquen día a día una gracia fresca. Frecuentemente el cristiano quiere recibir la suficiente provisión de gracia para que le dure un mes, y que le sea otorgada de una sola vez. “¡Oh!” dice, “qué multitud de tribulaciones me espera: cómo me enfrentaré a todas ellas? ¡Oh, que tuviera la suficiente gracia para soportarlas!” Mis queridos amigos, recibirán la gracia suficiente para sus problemas, conforme se presenten, uno por uno. “Como tus días serán tus fuerzas;” pero tus fuerzas no serán nunca como tus meses, o como tus semanas. Tú recibirás tus fuerzas como recibes tu pan. “El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.” La gracia nuestra de cada día, dánosla hoy. ¿Por que razón te afanas por las cosas del mañana? El dicho popular reza: “atraviesa el puente cuando llegues a él.” Ese es un buen consejo. Síganlo. Cuando se presente un problema, atáquenlo, y derríbenlo, y domínenlo; pero no comiencen desde ahora a anticipar sus infortunios. “¡Ah!, pero tengo tantos,” dirá alguno. Por eso mismo yo te digo: no mires más allá de donde necesitas mirar. “Basta a cada día su propio mal.” Haz lo mismo que hizo aquel valeroso griego, quien, cuando defendía a su país de los ataques de Persia, no fue a las llanuras a pelear, sino que permaneció en el desfiladero de las Termópilas; allí, cuando las decenas de millares venían contra él, tenían que pasar uno por uno, y fueron completamente aniquilados. Si se hubiese aventurado a la llanura, pronto habría sido devorado, y su puñado de soldados habría sido fundido como una gota de rocío en el océano. (1) Permanece en el desfiladero del día de hoy, y combate contra tus problemas enfrentándolos uno a uno; pero no te apresures a las llanuras del día de mañana, pues allí serás obligado a huir y perecerás. Conforme a la medida de tu mal, así será la gracia que recibas. “La salvación es de Jehová.”
La última consideración sobre este punto es: la perfección final de la salvación es de Jehová. Pronto, pronto, los santos de la tierra serán santos en la luz. Sus cabellos emblanquecidos por los años serán coronados de perpetuo gozo y de juventud eterna. Sus ojos, bañados de lágrimas, brillarán como las estrellas, y nunca más los cubrirán las nubes de la aflicción. Sus corazones, temblorosos ahora, tendrán gozo y firmeza, y serán establecidos para siempre como pilares en el templo de Dios. Sus locuras, sus cargas, sus aflicciones y sus dolores pronto acabarán. El pecado desaparecerá, la corrupción será eliminada, y un cielo de pureza inmaculada y de paz perfecta será de ellos para siempre. Pero todo será por gracia. Así como fue el cimiento, así será la cabeza del ángulo. Lo que fue iniciado en la tierra, terminará de ser construido en el cielo. Así como fueron redimidos de su conversación inmunda por la gracia, así serán redimidos también de la muerte y de la tumba por la gracia, y entrarán al cielo cantando,
“La salvación es sólo de Jehová, La gracia es un océano desprovisto de costas.”
Puede ser que estén presentes algunos arminianos aquí, pero no serán arminianos allá; aquí pueden decir: “es por la voluntad de la carne,” pero en el cielo no pensarán lo mismo. Aquí podrán atribuir algo a la criatura; pero allá arrojarán sus coronas a los pies del Redentor, y reconocerán que Él lo hizo todo. Aquí pueden mirarse, y jactarse un poco de su propia fortaleza; pero allá, el himno “No a nosotros, no a nosotros,” será entonado con una sinceridad más profunda y con un énfasis mayor de lo que fue cantado aquí abajo. En el cielo, cuando la gracia haya realizado su obra, esta verdad se destacará con resplandecientes letras de oro: “La salvación es de Jehová.”
II. De esta manera he tratado de exponer el Evangelio. Ahora, ¿les puedo mostrar CÓMO DIOS HA GUARDADO ESTA DOCTRINA?
Algunos han afirmado que la salvación, en algunos casos, es el resultado del temperamento natural. Bien, amigo, bien; Dios ha respondido con eficacia a tu argumento. Tú afirmas que algunas personas son salvadas porque son naturalmente religiosas y son inclinadas al bien; desafortunadamente no he conocido nunca a nadie que pertenezca a esa clase de personas; pero voy a suponer por un instante que haya personas así. Dios ha contestado irrefutablemente tu objeción; pues, es extraño decirlo, el gran número de los que son salvos son precisamente las personas que parecían tener la menor probabilidad de ser salvadas, mientras que un gran número de los que perecen, fueron una vez las personas que nosotros hubiéramos esperado ver en el cielo, si la disposición natural tuviese algo que ver con ello.
Vamos, hay una persona aquí, que en su juventud fue un hijo de la insensatez. Su madre lloraba por él con frecuencia, y clamaba y gemía por los descarríos de su hijo. Era tal su espíritu fiero, que ni el freno ni la brida podían sujetarlo. Eran tales sus perpetuas rebeliones y sus ebulliciones de ira ardiente, que su madre preguntó: “hijo mío, hijo mío, ¿en qué te convertirás en tus años de madurez? De cierto destrozarás la ley y el orden, y serás una deshonra para el nombre de tu padre.” Él creció. En su juventud era indómito y disoluto, pero, maravilla de maravillas, súbitamente se volvió un hombre nuevo, cambiado, enteramente diferente; se volvió tan diferente de lo que antes era, como diferentes son los ángeles de los espíritus condenados. Se sentaba a los pies de su madre, y alegraba su corazón, y el joven perdido y fiero se volvió apacible, dócil y humilde como un niñito y obediente a los mandamientos de Dios. Tú dirás: ¡maravilla de maravillas!
Pero hay otra persona aquí. Él era un joven muy bueno. Siendo un niño, hablaba de Jesús. A menudo, cuando su madre lo sostenía en sus rodillas, le hacía preguntas sobre el cielo. Era un prodigio, un portento de piedad en su juventud. Cuando creció, las lágrimas rodaban por sus mejillas cuando oía algún sermón. Difícilmente soportaba oír acerca de la muerte sin un suspiro. Algunas veces su madre le sorprendía, según pensaba ella, en solitaria oración. Y ¿qué es de él ahora? Esta misma mañana acaba de regresar de pecar. Se ha convertido en un villano corrompido y desesperado y ha llegado lejos en toda manera de perversión y lascivia y pecado, y se ha convertido en un hombre tan condenablemente corrupto, que no necesita que otros influyan en él. Su espíritu depravado, que una vez estuvo confinado, ahora se ha desarrollado por sí solo, y ha aprendido a jugar el papel del león en su edad adulta, como jugó el papel de zorro en su juventud. No sé si ustedes hayan conocido algún caso semejante; pero ocurren con frecuencia.
Sé que puedo decir que en mi congregación algún individuo perdido y degradado, ha sido quebrantado de corazón, y ha sido conducido a llorar, y ha clamado a Dios pidiendo misericordia, y ha renunciado a su vil pecado. En cambio, una bella jovencita a su lado ha oído el mismo sermón, y si brotó alguna lágrima, se apresuró a enjugarla. Ella todavía continúa siendo lo que era: “Sin esperanza y sin Dios en el mundo.” Dios ha escogido lo vil del mundo, y ha seleccionado a Su pueblo de entre los hombres más menospreciados, para demostrar, que no es la disposición natural, sino que “La salvación es de Jehová” únicamente.
Bien, pero algunos dirán: el ministro que predica, es quien convierte a los hombres. ¡Ah!, esa es una idea grandiosa, ciertamente. Nadie sino un insensato podría pensar eso. Conocí a un hombre hace algún tiempo, que me aseguró que conocía a un ministro que tenía una gran cantidad de poder de conversión en él. Hablando de un gran evangelista de los Estados Unidos, comentó: “ese hombre, señor, tiene la mayor cantidad de poder de conversión que yo haya conocido en hombre alguno; el señor Fulano de Tal en una aldea vecina a Londres le sigue en poder.” En aquel momento, este poder de conversión estaba siendo manifestado; doscientas personas fueron convertidas por el evangelista que ocupaba el segundo lugar, y se unieron a la membresía de la iglesia en unos pocos meses. Yo fui a ese lugar un poco después (fue en Inglaterra), y pregunté: “¿cómo van tus convertidos?” “Bien,” respondió, “no puedo comentar mucho acerca de ellos.” “¿Cuántos de esos doscientos individuos que recibiste hace un año permanecen firmes?” “Bien,” respondió, “me temo que no muchos; hemos echado ya a setenta de ellos por borrachos.” “Sí,” repliqué, “eso pensé: ese es el final del grandioso experimento del poder de conversión.” Si yo pudiera convertirlos a todos ustedes, cualquiera podría revertir el proceso de su conversión; lo que un hombre puede hacer, otro lo puede deshacer; sólo permanece lo hecho por Dios.
No, hermanos míos. Dios ha tenido mucho cuidado de que no se diga nunca que la salvación es del hombre, pues usualmente Él bendice a quienes parecen menos calificados para ser útiles. Yo no espero ver tantas conversiones en este lugar como las que hubo el año pasado, cuando tenía menos oyentes. Me preguntarán: ¿por qué? Bien, el año pasado todo el mundo me maltrataba; mencionar mi nombre era mencionar el nombre del bufón más abominable que haya vivido. La simple mención del nombre atraía juramentos y maldiciones; para muchos, era un nombre despreciable, pateado por las calles como un balón de fútbol. Pero luego Dios me dio cientos de almas, que se sumaron a mi iglesia, y en un año, fue mi delicia ver personalmente no menos de mil personas convertidas para entonces. No espero eso ahora. Mi nombre es estimado de alguna manera ahora, y los grandes de la tierra no consideran una deshonra sentarse a mis pies; pero esto me lleva a temer, no sea que mi Dios me abandone ahora que el mundo me estima. Yo preferiría ser despreciado y calumniado a cualquier otra cosa. Estaría dispuesto a dejar esta asamblea que ustedes consideran muy grande y excelente, si mediante esa pérdida, pudiera ganar una mayor bendición. “Lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios;” y por eso creo que entre más estimado sea, peor será mi posición, y mucho menor será mi esperanza de que Dios me bendiga. Él ha puesto Su “tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros.”
Un pobre ministro comenzó a predicar una vez, y todo el mundo habló mal de él; pero Dios le bendijo. Gradualmente cambiaron y lo halagaron. ¡Él era un gran hombre: qué maravilla! Pero, ¡Dios le dejó! A menudo ha sucedido lo mismo. Nosotros debemos recordar, en todos los tiempos de popularidad, que aquel “¡Crucifícale, crucifícale!” le sigue de cerca los talones al “Hosanna,” y que la multitud de hoy, si la tratamos con fidelidad, se puede convertir en un simple puñado el día de mañana, pues a los hombres no les gusta que les hablen claro. Debemos aprender a ser despreciados, condenados, difamados, y entonces aprenderemos a ser hechos útiles por Dios. A menudo he caído de rodillas, con un sudor hirviente brotando de mi rostro, bajo el peso de una reciente calumnia lanzada contra mí; en una agonía de dolor mi corazón ha estado a punto del quebranto; hasta que por fin he aprendido el arte de soportarlo todo y no preocuparme de nada. Y ahora mi dolor corre en otra línea. Es precisamente en la dirección opuesta. Temo que Dios me abandone, para demostrar que Él es el autor de la salvación; que no se encuentra en el predicador; que no está en la multitud; que no se debe a la atención que yo pueda atraer, sino en Dios, y sólo en Dios. Esto puedo decir de todo corazón: si ser convertido en el lodazal de las calles otra vez, si ser el hazmerreír de los insensatos y ser la canción del borracho, me permitiera una vez más ser de mayor servicio a mi Señor, y útil a Su causa, prefiero eso a las muchedumbres, o a todo el aplauso que el hombre pueda brindarme. Oren por mí, queridos amigos, oren por mí, que Dios me utilice todavía como un instrumento de salvación de almas; pues tengo miedo que diga: “no ayudaré a ese hombre, para que el mundo no diga que él lo ha hecho, pues “la salvación es de Jehová,” y así debe ser, hasta el fin del mundo.
III. Y ahora, ¿CUÁL ES, CUÁL DEBE SER, LA INFLUENCIA DE ESTA DOCTRINA SOBRE LOS HOMBRES?
Bien, primero, para los pecadores, esta doctrina es un gran ariete contra su orgullo. Les daré un ejemplo. El pecador en su estado natural, me recuerda a un hombre que posee un castillo fuerte y casi inexpugnable, al cual ha huido. Cuenta con un foso exterior; hay un segundo foso; cuenta con murallas muy altas; y luego, después, hay un escondite en una torre, al cual entrará el pecador. Ahora, el primer foso que rodea al lugar de confianza del pecador está constituido por sus buenas obras. “¡Ah!”, dice, “soy tan bueno como mi vecino; siempre he pagado veinte centavos, en efectivo; no soy ningún pecador: ‘diezmo la menta y el comino;’ soy en verdad un buen caballero respetable.” Bien, cuando Dios viene a obrar en él, para salvarle, envía su ejército que cruza el primer foso; y cuando lo atraviesan, gritan: “La salvación es de Jehová;” y el foso se seca, pues si la salvación es de Jehová, ¿cómo podría ser por buenas obras? Pero cuando eso sucede, tiene una segunda trinchera: las ceremonias. “Bien,” dice, “no confiaré en mis buenas obras, pero he sido bautizado, y he sido confirmado; ¿acaso no tomo el sacramento? Esa será mi confianza.” “¡Sobre el foso! ¡Sobre el foso!” Y los soldados cruzan el foso otra vez, gritando: “La salvación es de Jehová.” El segundo foso queda seco; ya no sirve para nada. Ahora se acercan a la primera muralla; el pecador, mirando desde arriba, dice: “yo me puedo arrepentir, puedo creer cuando quiera; me voy a salvar a mí mismo arrepintiéndome y creyendo.” Los soldados de Dios suben, ese grandioso ejército de la convicción, y derrumban esta muralla que cae al suelo, y gritan: “La salvación es de Jehová.” Tu fe y tu arrepentimiento te tienen que ser dados, pues de lo contrario ni creerás ni te arrepentirás del pecado.” Y ahora el castillo es tomado; todas las esperanzas del hombre son eliminadas; siente que la salvación no es de él; el castillo del yo ha sido tomado, y el gran estandarte sobre el que está escrito “La salvación es de Jehová” es desplegado sobre las almenas. Pero, ¿acaso la batalla terminó? Oh, no; el pecador se ha retirado a su torre, en el centro del castillo; y ahora cambia sus tácticas. “Yo no puedo salvarme a mí mismo,” dice, “por lo tanto voy a perder la esperanza; no hay salvación para mí.” Ahora este segundo baluarte es tan difícil de tomar como el primero, pues el pecador se detiene y dice: “no puedo ser salvado, voy a perecer.” Pero Dios ordena a los soldados que tomen este baluarte también, gritando: “La salvación es de Jehová;” no es del hombre, es de Dios; “puede también salvar perpetuamente,” aunque tú no puedas salvarte a ti mismo. Esta espada, tú ves, corta por dos lados; corta al orgullo, y luego parte el cráneo de la desesperación. Si alguien dice que se puede salvar a sí mismo, parte de inmediato en dos su orgullo; y si alguien más dice que no puede ser salvado, abate su desesperación; pues afirma que puede ser salvado, viendo que, “La salvación es de Jehová.” Ese es el efecto que esta doctrina tiene sobre el pecador: ¡que tenga ese efecto en ti!
Pero, ¿qué influencia tiene en los santos? Pues, es la clave de toda la divinidad. Yo los reto a que sean heterodoxos si creen en esta verdad. Tendrán una fe muy sólida si han aprendido a deletrear esta frase: “La salvación es de Jehová;” y si lo sienten en su alma no se volverán orgullosos; no podrán serlo. Arrojarán todo a Sus pies, confesando que ustedes no han hecho nada, excepto lo que Él les ha ayudado a hacer; y por tanto la gloria debe ser para Él, en quien radica la salvación. Si creen esto, no serán desconfiados. Dirán: “mi salvación no depende de mi fe, sino de Jehová; mi seguridad no depende de mí, sino que depende de Dios que me guarda; ser llevado al cielo no descansa en mis propias manos, sino en las manos de Dios; cuando prevalezcan las dudas y temores, cruzarán sus brazos, mirarán arriba y dirán:
“Y ahora que mi ojo de fe es débil, Yo confío en Jesús, ya sea que me hunda o nade.”
Si pueden guardar esto en la mente, podrán siempre estar llenos de gozo. El que sabe y siente que la salvación es de Jehová, no puede tener causa de preocupaciones. ¡Vamos, legiones del infierno; vamos, demonios del abismo!
“El que me ha ayudado me apoya a lo largo del camino, Y me convierte en más que vencedor.”
La salvación no depende de este pobre brazo, pues de lo contrario perdería la esperanza, sino del brazo del Omnipotente, ese brazo en el que descansan los pilares de los cielos. “¿De quién temeré? Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme?”
Y esto, por la gracia, te animará a trabajar para Dios. Si tú tuvieras que salvar a tus vecinos, puedes sentarte y no hacer nada; pero puesto que “La salvación es de Jehová,” prosigue y prospera. Ve y predica el Evangelio; ve y anuncia el Evangelio en todas partes. Anúncialo en tu casa, proclámalo en las calles, proclámalo a toda tierra y a toda nación; pues no es de ti, sino “de Jehová.” ¿Por qué nuestro amigos no van Irlanda para predicar el Evangelio? Irlanda es una deshonra para la iglesia protestante. ¿Por qué no van a predicar allá? Hace aproximadamente un año, un grupo de valerosos ministros fue allá para predicar; se portaron valerosamente; fueron allá, y regresaron, y eso es todo el resumen de la gloriosa expedición para combatir al Papado. Pero, ¿por qué regresaron? Porque fueron apedreados, ¡pobre gente tranquila! ¿Acaso piensan que el Evangelio se va a propagar sin unas cuantas piedras? Pero, ¡es que habrían sido asesinados! ¡Valerosos mártires! Habrían ingresado a las listas registradas en las crónicas sangrientas. ¿Acaso los mártires de antes, o los apóstoles, se rehusaron ir a algún país porque habrían de ser asesinados? No, estaban listos a morir; y si media docena de ministros hubieran sido asesinados en Irlanda, habría sido lo mejor del mundo para la libertad en el futuro; pues después de eso la gente no se habría atrevido a tocarnos; el brazo fuerte de la ley los hubiera detenido; habríamos podido ir después por todas las aldeas de Irlanda, y habríamos tenido paz; los alguaciles pronto habrían puesto fin a un asesinato tan infame; habría despertado al protestantismo de Inglaterra para reclamar la libertad que es tanto nuestro derecho allí, como lo concedemos en todas partes. No veremos nunca un gran cambio mientras no tengamos hombres en nuestras filas que estén dispuestos a ser mártires. Esa profunda zanja no puede ser atravesada mientras los cuerpos de unos cuantos de nosotros no la cubran; y después de eso, será un trabajo fácil predicar el Evangelio allá. Nuestros hermanos deben ir allá otra vez. Pueden dejar sus corbatas blancas en casa, y la blanca pluma también, y seguir adelante con un corazón valeroso y un espíritu intrépido; y si la gente se burla y se ríe, que se rían y que se burlen. George Whitefield, cuando predicó en Kennington Common, donde le arrojaron gatos muertos y huevos podridos, dijo: “esto no es sino el abono del metodismo, lo mejor del mundo para hacerlo crecer; sigan arrojándolos tan rápido como puedan.” Y cuando una piedra le cortó la frente, predicó mejor por el pequeño hilito de sangre que se escurría. ¡Oh, que tuviéramos hombres que se atrevieran a enfrentarse a la turba, pues entonces la turba no tendría que ser enfrentada! Vamos allá, recordando que “La salvación es de Jehová,” y prediquemos la Palabra de Dios en todo lugar y en todo tiempo, creyendo que la Palabra de Dios es más que un rival para el pecado, y que Dios será el Señor de toda la tierra.
Mi voz está fallando de nuevo, y mis pensamientos también. Estaba muy cansado esta mañana, antes de venir a este púlpito, y me siento cansado ahora. Algunas veces estoy lleno de gozo y alegría, y me siento en el púlpito como si pudiera predicar sin término; otras veces, me siento contento de terminar; sin embargo, con un texto como este me habría gustado terminar con todo el poder que el labio mortal pudiera acopiar. ¡Oh, hacer saber a los hombres esto, que su salvación es de Dios! ¡Blasfemo, no blasfemes contra Quien sostiene en Su mano tu aliento! Despreciador, no desprecies al que puede salvarte o destruirte. Y tú, hipócrita, no busques engañar a Aquel de quien proviene la salvación, y que por tanto sabe muy bien si tu salvación ha venido de Él.
IV. Y ahora, en conclusión, sólo déjenme decirles QUÉ ES LO OPUESTO A ESTA VERDAD. La salvación es de Dios: entonces la condenación es del hombre. Si cualquiera de ustedes es condenado, no podrá echarle la culpa a nadie, excepto a ustedes mismos; si cualquiera de ustedes perece, la culpa no estará a las puertas de Dios; si ustedes se pierden y son arrojados fuera, tendrán que asumir toda la culpa y todas las torturas de conciencia; permanecerán por siempre en la perdición, reflexionando: “me he destruido a mí mismo; he cometido el suicidio de mi alma; he sido mi propio destructor; no puedo culpar a Dios.” Recuerda, si eres salvo, debes ser salvado únicamente por Dios, y si te pierdes, tú mismo te has perdido. “Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?”
Con mi última frase balbuceante, les pido que hagan una pausa y piensen. ¡Ah, mis amigos, mis amigos! Es una cosa terrible predicar a una multitud como ustedes. Pero el otro domingo, cuando bajaba las escaleras, se me vino a la mente una frase memorable, dicha por una persona que estaba aquí. Dijo: “hay 8,000 personas esta mañana que no tendrán excusa en el día del juicio.” Quisiera predicar de tal manera que siempre se pudiera decir esto; y si no puedo hacerlo, ¡oh, que Dios tenga misericordia de mí, por amor de Su nombre! ¡Pero ahora, recuerden! Ustedes tienen almas; esas almas serán condenadas, o salvadas. ¿Cuál de esos destinos será? Sus almas serán condenadas para siempre, a menos que Dios las salve; a menos que Cristo tenga misericordia de ustedes, no hay esperanza para ustedes. ¡Pónganse de rodillas! Clamen a Dios pidiendo misericordia. Ahora eleven su corazón en oración a Dios. Que ahora sea el preciso momento en que sean salvos. ¡Que antes que la siguiente gota de sangre corra por sus venas, ustedes encuentren la paz! Recuerden que deben obtener esa paz ahora. Si sienten ahora su necesidad, deben recibirla ahora. Y, ¿cómo? Simplemente pidiéndola. “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis.”
“Pero si sus oídos rechazan El lenguaje de Su gracia Sus corazones se endurecerán, como tercos judíos, Esa raza incrédula,
El Señor vestido de venganza, Alzará Su mano y jurará: Tú que despreciaste mi prometido reposo No tendrás porción allá.”
¡Oh, que ustedes no sean menospreciadores, para que no “se asombren y perezcan”! Que puedan acudir a Cristo, y sean aceptos en el Amado. Es mi última y mi mejor oración. ¡Que el Señor la escuche! Amén. Nota del traductor: (1) Spurgeon hace referencia aquí a la batalla de las Termópilas (480 a.C.) Fue una batalla de la segunda guerra médica. El rey de Esparta, Leónidas, con trescientos hoplitas lacedemonios, intentó detener a las tropas de Jerjes I en el desfiladero de las Termópilas, en Lócrida oriental.
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